Demasiado popular y fácil de entender, el concepto de trabajo suele quedarse en las palabras y fracasar e la implementación. No pasa lo mismo en las tribus pigmeas de África Central; allí, los equipos sí funcionan. Increíble, pero cierto.
Aunque desde afuera parezcan simples y desorganizadas, están sustentadas por un sistema de valores complejo y no estructurado, que permite a la organización informal controlar la formal y garantizar la cohesión y el liderazgo efectivo del trabajo e grupo. A diferencia de los equipos organizacionales, más susceptibles a los procesos negativos que corroen los esfuerzos comunes, los grupos de trabajo de los pigmeos constituyen, en lo individual y colectivo, un modelo de conducta.
Valores elementales: respeto, confianza y compromiso
A simple vista, llama la atención el respeto y la confianza con que se tratan. En general, se los ve como un grupo de gente feliz, con una visión positiva del mundo. La estructura familiar contenedora y siempre cercana de la familia pigmea explica la disposición a compartir y colaborar. Por ejemplo, todos son conscientes de que en su hábitat la interdependencia es una condición determinante de la supervivencia. Las expediciones de caza son peligrosas y sus riesgos se magnifican cuando no se puede confiar en el otro, saben que es necesario contar con todos y cada uno, habida cuenta de que la diversidad, además, puede ser una ventaja competitiva. Los pigmeos han aprendido a aprovechar esas energías diferentes en beneficio del todo y a ser flexibles en las relaciones y en los roles. Sin ese sentido de reciprocidad o dependencia, cualquier equipo se torna disfuncional.
El requisito básico es la confianza; una flor delicada y que tarda en florecer. El mejor jardinero de una organización, que se precie de cultivarla, es el Directivo principal. Es el líder que profesa y no mata al mensajero que trae las malas noticias.
Todos los miembros del equipo deben compartir la convicción de que deben “descansar” en el otro pero, para que la ecuación se iguale, la autoestima es fundamental. Esto lo demuestra otro ejemplo de la vida diaria en el campamento pigmeo: un conflicto matrimonial.
Con frecuencia, las mujeres muestran su enojo desarmando la casa de hojas y ramas que ellas mismas construyeron. Se han visto casos de peleas domésticas, en la que la mujer, para expresar su descontento, aplicó esa táctica. Lo usual en nuestras vidas es que el hombre la detenga, pero su marido pigmeo ni se inmutó. Por lo tanto, la mujer pigmea no tuvo otra alternativa que seguir adelante hasta quitar todas las hojas. Su marido pigmeo sólo atinó a comentar que por la noche ambos tendrían frío. Una reacción que su mujer obviamente juzgó desatinada para enfrentar el conflicto. Aunque vacilante, la mujer pigmea empezó a quitar las estacas que formaban el armazón. En este punto, la comunidad pigmea empezó a preocuparse: las cosas habían ido demasiado lejos. Se habían traspasado los límites del cuidado recíproco. La mujer lloraba y el marido se sentía tan mal como ella, porque no quería perderla. El hecho es que si terminaba de desarmar la casa, estaba obligada a volver al hogar paterno. Había que revertir la situación sin que la autoestima y la reputación de ninguno de los dos se viera afectada. El marido volvió a intentarlo. “Reconstruyó” el conflicto al asegurarle a su mujer que no hacía falta limpiar las estacas, porque sólo las hojas estaban sucias. Confundida al principio, rápidamente comprendió la intención del comentario y le pidió al hombre que la ayudara a llevar las hojas hasta el río para lavarlas. Ambos simularon ocuparse afanosamente en la tarea. Incluso otras mujeres llevaron a lavar hojas, simplemente para que la situación pareciera normal. A la vuelta, ella reconstruyó la casa y él salió a buscar una comida especial para esa noche.
Esto demuestra que, aunque inevitable, los conflictos pueden resolverse si los integrantes del equipo asumen que todos son responsables de la “construcción” de un resultado que es común para todos.
La comunicación como instinto natural del sentido de equipo
Esas mujeres no fueron a acompañarlos al río por casualidad. La participación es esencial en la cultura pigmea. Todos las esperan, todos la exigen y se supone que todos la ofrecen.
El concepto de obediencia a la autoridad, en cambio, es irrelevante. Nadie tiene el derecho de forzar a otro a hacer algo contra su voluntad. E poder se reparte en forma pareja entre los miembros del grupo. Todos tienen el mismo peso en las decisiones. Hay interacción y compromiso. La solución constructiva de los conflictos es la norma. Aunque cada individuo tiene la responsabilidad personal de intentar resolverlo también tiene el derecho de pedir ayuda a otros si falla en algo. La idea es no dilatar los problemas; se abordan tan rápido como se presentan, a fin de no enrarecer el ambiente.
Lo que podría llamarse “inteligencia emocional”, también juega un papel importante: los pigmeos no se amedrentan cuando se trata de manifestar sus emociones, de allí que resuelvan con más facilidad los conflictos. De hecho, el silencio en un campamento de pigmeos anticipa problemas. La voluntad de expresar las emociones de todos los integrantes del equipo ayuda a reducir las actitudes defensivas y abre la posibilidad de una comunicación y cooperación más honesta. Por eso es preferible, en un ambiente sano, pecar de ruidoso.
En la sociedad pigmea, la cooperación es el eje. Un pigmeo puede salir sólo a cazar (de hecho lo hacen regularmente), pero cazar en grupo y con redes es más efectivo que el arco y la flecha del cazador solitario. En lugar de monos pueden atrapar un antílope. Hombre, mujeres y niños participan. En el momento de la cacería se juntan todas las redes de las familias, hasta formar un semicírculo. Las mujeres y los niños empujan y corretean a los animales hasta la red y los hombres, desde el otro lado, los matan cuando quedan atrapados. Todos comparten la presa.
Para lograr ese foco y sentido de propósito, es fundamental articular claramente los objetivos del equipo y la metodología de trabajo. La ambigüedad o la falta de claridad atentan contra la motivación y el compromiso. Los objetivos, cualitativos y cuantitativos, en cambio, sirven como hoja de ruta, crean orden a partir del caos, permiten medir el progreso y generan entusiasmo. Conviene, además, aún cuando lo aconsejable es ser realistas, instar a todos a alcanzar mayores logros. Porque cuando las metas “ampliadas” se alcanzan, el orgullo es compartido.
La ética y los valores: un credo común
Íntimamente relacionada con el sentido de propósito o finalidad, está la cultura del grupo, los calores y creencias compartidos que rigen su conducta. Funcionan como un mecanismo de control social y, al mismo tiempo, sirven para aglutinar a los integrantes del equipo.
Aunque para un observador no iniciado la vida de los pigmeos parezca sin control, como la naturaleza del jardín, las apariencias engañan. Hay un orden subyacente. Desde su infancia, los pigmeos internalizan normas y reglas de conductas, que se transmiten oralmente de generación en generación. Las creencias y valores culturales son la base de esas normas. Un patrón que debería adoptar toda organización, proyecto y equipo de trabajo.
Pero, los pigmeos no se detienen allí. Sancionan severamente a quienes quiebran esas reglas de conducta. En una oportunidad, un cazador frustrado porque no había conseguido un sola presa en todo el día, se separó del resto y puso su red delante del grupo, para que los animales guiados en dirección a la red común de sus otros compañeros, cayeran primero en la suya. No pudo retirarse a tiempo y lo descubrieron en el engaño de un valor básico; había puesto sus intereses personales, antes que los del grupo. Castigaron su egoísmo con el ridículo y la humillación pública. Por su actitud inaceptable, la comunidad decidió no hablarle, aislándolo en el ostracismo, por un tiempo. Los pigmeos saben que en una comunidad pequeña no pueden ignorar indefinidamente a un compañero.
Moraleja: en un buen equipo, los miembros se mueven dentro de los límites, en un delicado equilibrio entre las necesidades individuales y grupales. Esta actitud sólo puede prosperar en una atmósfera que fomente la creatividad y la libertad personal, siempre bajo el paraguas de los objetivos comunes. Y, para que ese balance sea estable, cada miembro de equipo deberá aceptar las limitaciones que impone ese juego de prioridades.
Creencias comunes y liderazgo distribuido
Como lo señala Manfred Kets De Vries (Leaders, Fools and Impostors), los pigmeos creen en el liderazgo distribuido. A diferencia de otras sociedades africanas, no hay “grandes hombres” y nadie tiene el monopolio del liderazgo. No hay autoridad máxima, jefes o consejos formales. Son igualitarios y participativos. Nos los intimida el rango ni la antigüedad.
Aunque algunas opiniones, por conocimiento o experiencia, prevalecen, todos están preparados para opinar distinto a la autoridad. Por lo tanto, cada uno asume como propias todas las decisiones. De esa forma parecen haber encontrado el mejor estilo: los líderes están distribuidos en la comunidad y todos están dispuestos y son capaces de decidir. No obstante, suele haber grupos de individuos de quienes se espera que tomen la delantera. Si se observa una organización o equipo de alto rendimiento, encontrará un esquema similar. En todos los casos, el líder del equipo aparecerá como el catalizador del trabajo exitoso.
Más allá el espíritu participativo que se pretenda desarrollar, los directivos y los líderes de los equipos deben ser capaces de crear un ambiente que promueva las capacidades exploratorias naturales de cada persona. Todos necesitan un espacio para “jugar” y por eso necesitan el compromiso de la dirección institucional como respaldo, porque así se libera la creatividad y capacidad innovadora. Sin innovación una institución se estanca y muere. De allí que los directivos deban alentar a las personas de su institución a asumir riesgos controlados y, a su vez, aceptar la posibilidad de fracasar.
Pero eso liderazgo comprometido no debe ser autoritario, sino “autorizado”. Las instituciones necesitan líderes distribuidos que sean respetados por lo que pueden aportar en beneficio de todos. Porque son coherentes y hacen lo que dicen de una manera honesta y con respeto. Porque disfrutan comprendiendo que las instituciones crecen cuando ellos y los demás crecen y se desarrollan. Estos directivos-líderes toleran y admiten el disenso e incluso lo alientan. Saben cómo reconocer los logros e incentivar las conductas compatibles con los resultados y metas deseadas.
En síntesis, las instituciones necesitan directivos y líderes dispuestos a ser mentores que sepan sembrar, en los lugares más apropiados del jardín organizacional, la semilla que permita cultivar el fruto del árbol más preciado, pero esquivo, llamado: compromiso.