¿Cómo hablarle del mar a una rana que nunca salió del charco? Es una de las preguntas clásicas de los programa de coaching ejecutivo. La respuesta: El secreto del liderazgo está en la capacidad de los directivos de efectuar una transformación interna para saltar los límites tradicionales, repensando el significado que le dan a uso del poder que tienen entre manos.
Cuando se asume esta responsabilidad directiva es necesario un cambio radical en la mentalidad de quienes ejercen la toma de decisiones organizacionales sobre la base de, al menos, cuatro pilares: la comprensión del diagnóstico de la realidad en la que está, la claridad estratégica o visión, la ética para decidir y, el coraje de hacer un compromiso de trabajar con todos. Lo importante de esto es comprender que la responsabilidad baja al terreno individual a tal punto que todo directivo debe hacerse cargo de sus acciones y, por lo tanto, la comprensión del concepto de poder de decisión se reformula en función del To be or not To be.
El nuevo contrato sicológico entre el directivo y las personas es que éste les debe dar a cada uno, en sus áreas de influencia y más allá de sus cargos, la libertad de asumir riesgos y decidir sobre cuestiones importantes. Ahora bien, no todo el mundo está listo para comportarse según esto parámetros y competencias, sobretodo cuando se trata de personas que les faltan ascendencia positiva y redes transversales que articulen decisiones de impacto corporativo.
Los puntos sensibles entonces, en estas condiciones, son la ética y el compromiso con el “nosotros” al decidir. Para ganar esta fortaleza es exigible tomar decisiones moralmente aceptables, permitiendo salir del río y conocer el mar. De manera diferente a la escuela de tradición casuística y la exposición abstracta de lo concreto, la mejor escuela de ética es la toma de decisiones individual y responsable, medida como un proceso de valor compartido.
Es por eso que un directivo atrapado en “deudas” por su ascenso personal hacia altos cargos no puede y no debe pensar que sus decisiones gozan de autonomía ética; el yo. A veces la realidad es otra peor; la cooptación. Por lo general, estas personas son dependientes de intereses, no tienen espíritu de liderazgo transformacional, no son autónomos acerca de su claridad estratégica, porque no confían en sí mismos y porque frecuentemente el discurso interno que tienen es: trabajo en esta institución, que me paga bien, donde he tejido redes de protección que velarán por mí y por lo tanto haré lo que me digan y sacrificaré cuanto sea necesario, a cambio de que me cuiden. La organización es una “familia”. O sea, todo mal.
El único y pequeño detalle es que puede que las cosas, en la dinámica de cambios actual, ya no sigan siendo iguales. La lógica de alta rotación directiva en algunas instituciones públicas hace que los directivos pasen de estar rodeados de incondicionales, a estar solos, sin estar listos para salir repentinamente por un cambio interno o externo que ocurra por la volatilidad política o porque objetivamente no son competentes. Esta transformación es la verdadera cuestión ética que debiera preocupar a los directivos.
Es estrictamente necesario que estas personas estén a la altura de las nuevas exigencias del marco ético de las decisiones que toman, porque los efectos que provocan son a fin de cuentas lo que tarde o temprano se evaluará cuando se tome, de vuelta, la decisión de retención y porque la organización, entiéndase por esto a las personas, lo necesitan. Porque aun cuando como sujeto ético la persona está sola, el directivo será evaluado si decide desde el yo o desde el nosotros. De esas decisiones dependerá cuánto ahorro moral hayan reservado para tiempos difíciles.
Estas personas en cargos directivos deben convencerse de que el sentido y desafío al estar solos ante decisiones correctas, depender de sí mismo, es bueno, incluso deseable. Es lo que la alta dirección exige. Es lo que la vida personal exige. Y, por lo tanto, no basta con ir a cursos de ética, hay que aprender y aprehender, para estar en condiciones de responder a este desafío. Empezando por aceptar que al estar solos, la decisión correcta puede traicionar el contrato sicológico que se hizo con el “grupo/familia” de intereses y redes que les prometían cuidar y proteger. Por eso que es muy interesante observar las reacciones y comportamientos de quienes son el “grupo/familia” como un indicador acerca de las decisiones directivas.
Tal como le ocurrió a Fausto, que insatisfecho con su muy limitada capacidad intelectual e incapaz de ser feliz, sólo veinte años después recién descubre el verdadero significado de venderle el alma al diablo. Esa traición personal es parte clave de la realidad del directivo o jefe camino al liderazgo; si se vende a decisiones interesadas, será la institución la que lo pagará tarde o temprano.
Como consecuencia, el segundo paso que debe aprehender el directivo es superar su proclividad a la dependencia, como esa tendencia a mirar ciertos intereses y redes como si fueran su madre y padre. La obligación del directivo es crear equipos de trabajo sanos alrededor de ciertos valores éticos inmutables.
Una forma de acercarse a este nuevo papel que se exige es a través de lo que Peter Koestenbaum denominó “efecto binocular”. Es innegable la traición brutal que se pide a un buen directivo para tomar decisiones correctas. Quienes lo atrapan en ciertos intereses no esperan que decida bien, sino lo que les conviene. Pero, también es indiscutible que garantiza la oportunidad de aprehender a ser uno mismo, de pararse en los propios pies, de ser un conductor. Como en los binoculares, lentamente las dos imágenes separadas se funden en una. Se trata de crecer, de hacerse cargo de la propia responsabilidad y de la vida, abandonando intereses que impiden el desarrollo personal. Se trata de terminar por seguir generando cada vez mayor dependencia. La mafia es un excelente ejemplo de esta situación.
Por eso, hay que tomar la iniciativa y cambiar “aquel contrato”, en lugar de persistir en un camino trágico que lleva a la salida del cargo y/o despido. Es un camino de transformación personal espectacular darse cuenta y tomar consciencia de ser una persona que toma decisiones de manera libre, madura y contribuyente para todos. Por lo tanto, son las mismas personas las encargadas de elevar sus estándares éticos.
Esto les generará una extrema tensión interna. Si bien la aparente libertad resultante de un nuevo cargo de alto nivel es valioso, también es cierto que si la persona no se ocupa de sí misma, de las decisiones que debe tomar y cuestiones por resolver, no habrá muchas oportunidades de sobrevivir bien. De alguna manera es una paradoja. Por un lado, la necesidad de mostrar resultados y, por la otra, la nueva oportunidad de actuar correctamente con los demás. Es un desafío profesional y otro moral. Es, al mismo tiempo, valorar lo técnico y lo ético. Esas dos dimensiones constituyen los elementos que sostienes los valores. Si se alcanzan los resultados, se puede esperar que ha sido producto del trabajo en equipo.
Pero, por otro lado, más allá de la oportunidad que se abre siendo directivo, los resultados no se pueden lograr si estos se consiguen a través de vías inmorales. Usualmente la mayoría de las instituciones mira las metas y la gestión y, si eso anda, al parecer está bien hecho el trabajo. Nadie se pregunta si entre el equipo profesional hay transparencia de las compensaciones, equidad en las cargas de trabajo, si ocurren buenas prácticas de probidad, si no hay acoso laboral, si la política de la gestión de las personas es aplicada de manera verosímil a lo escrito, si existe confianza, etc.
Usualmente al indagar al interior de las instituciones se ve que hay una gran ambigüedad ética acerca de los valores declarados versus lo practicado, como paradojas, casi estilos de gestión bipolar; conmigo o contra mí, para algunos sí, para otros no. Sin duda que los resultados son importantes, pero no significa que eso sea a cualquier costo porque, de mayor importancia que cualquier otra cosa, es el marco valórico con el que lo consiguieron. Y no existen contradicciones en perseguir unos en sacrificio de otros, porque no se pueden separar. Si cada persona hace su trabajo con apego a las normas éticas, los resultados serán tan impecables como la unidad, departamento o institución que las aloja. El peligro surge precisamente cuando ambas cosas se separan. Como la historia que todos sabemos de Adán y Eva, que los echaron del paraíso por confundir el bien, con lo que les conviene.
Por lo tanto ambos conceptos no son excluyentes. Y esta es una obligación para los directivos; para eso se les colocó en dichos cargos y para esos se les paga. Por eso es importante que entiendan el efecto binocular, para distinguir con claridad las dicotomías y resolverlas bien; por ejemplo, ¿trabajar con algunos o con todos? ¿son de mayor valor mis intereses que los de otros? ¿cuánto tiempo dedicar al trabajo y cuánto a la familia para una buena conciliación personal?
Elegir no es la solución, porque no se pueden hacer concesiones en valores de tal importancia. Por eso que la metáfora de los binoculares es excelente, porque son dos lentes que enfocan distintos puntos y se regulan hasta que gradualmente ambos coincidan. Lo mismo hay que hacer con la ética personal y los éxitos colectivos que logran mejores resultados.
La cuestión ética del momento es saber si es posible entrenar a las personas para que sepan tomar decisiones fundadas en valores permanentes. A fin de cuentas, la única manera de tener un ambiente sano de trabajo es contando con directivos que entiendan y apliquen este tipo de enfoques. Más allá de los resultados, la construcción del liderazgo significa ser visionario, realista, ético y con un sentido del coraje tal que a la hora de tomar decisiones y asumir responsabilidades, se les valore por esta consistencia personal. E igualmente, para una institución, una marcada “dependencia de intereses” en la designación de un directivo, implica que automáticamente se hacen menos confiables ante los demás y, por lo tanto, de las personas que le rodean no recibirán toda la información y, por ende, tomarán peores decisiones. La incondicionalidad de la dependencia hacia intereses en un directivo tiene costos muy altos para todos.
Las mejores organizaciones se destacan por su compromiso con el liderazgo, por la cantidad de personas que promueven día a día para convertirse decididamente en mejores líderes. ¿Están los directivos dispuestos a dejar que esa multiplicidad de liderazgos emerja? Bueno, si un jefe o directivo cree ser un líder no sólo lo aceptará, sino que lo promoverá. Los que no lo hagan ni siquiera merecen ser llamados a ocupar dichas posiciones.
Pero volviendo al dilema anterior: esto de la ética ¿es un problema de aprendizaje? ¿se resuelve con capacitación? La respuesta es NO. Y es algo no sencillo de aceptar. En realidad, a veces no son pocas las ocasiones en las que una institución invierte en formación ejecutiva y directiva en temas éticos, con carácter transversal. Muchas instituciones parecen no haber tenido en cuenta la importancia de la designación en cargos directivos, observando el comportamiento ético histórico de las personas que los ocuparán. El Ethos no cambia con un curso de ética.
En otras ocasiones, ese estilo poco ético observado es el que sirve de aliciente para promover a alguien a un cargo de responsabilidad. En este caso, es toda un área o toda la organización la que está en problemas culturales de ética y probidad. Por lo tanto, la observación de las personas, hacia quienes dirigen debe poder distinguir si aquellos puestos están ocupados por quienes son más proclives a decidir con parámetros valóricos inadecuados y de baja estatura moral o, inclinado hacia las buenas prácticas y en un marco valórico favorable al desarrollo organizacional. En este caso, entonces, se ha escogido a dichas personas porque el estilo de dirección preferido es ético o no ético. Y esto no se resuelve redactando una nueva política de gestión de personas o un código de ética o asistiendo a un curso.
Remontándose a la ética pura, para entender esa responsabilidad individual y analizar la posibilidad de aprender a asumirla, un camino es repasar las implicancias del concepto de “pecado original”. Las personas heredan una búsqueda natural del bien y la vida da la espectacular oportunidad de construir el sentido de ese compromiso consigo mismo. Aunque sea difícil, los directivos y todas las personas no tienen otra alternativa que trabajar en ese sentido. Ese es el significado de la vida. Nadie lo dijo mejor que Confucio: “la salvación no es la meta, ser ético es el objetivo último. A las personas éticas no las motiva el miedo o el placer, pero tampoco la vida eterna. Hacer el bien es inmanente en ellas. La decencia nació con ellas”.
Por lo tanto, las personas no tienen otra cosa que enfrentarse y ofrecerse a las oportunidades que tienen en el camino. Ante cada desafío, con cada eventual riesgo y sentido de cambio que deban enfrentar, tendrán la opción de tomar decisiones éticas a la altura de las circunstancias. Hay que encontrar la forma de alentar a crear un mundo más nutritivo y lugares de trabajo más éticos o sea, que los valores permitan que todos crezcan y se desarrollen.
Es verdad que lograrlo exige la concurrencia de muchos esfuerzos y ninguno debería ser contrario a los resultados que se han propuestos en la gestión. La responsabilidad de cada uno por el destino del todo, en uno y otro sentido, es fundamental. Primero, para alcanzar todos los propósitos compartidos. Y, en segundo lugar, para, a partir de ese éxito, ocuparse de resolver cada vez y de mejor manera, todas las cuestiones éticas que se presentan en el camino. Es el binocular de la coherencia que se pide entre la verdad de lo declarado, con la verosimilitud que los demás observan al realizar la gestión.
Aunque resulta perturbador, la presión de la urgencia aplasta. Las personas deben hacerse responsables de esto. Puede parecer descorazonador, pero es un hecho que si alguien no se cuida a sí mismo, vela por cumplir sus metas personales, por sus condiciones de trabajo y vida, no se lo puede pedir a otros. Pero es importante subrayar que mientras se avanza en esta responsabilidad individual de decidir por hacer el bien, es un paso en la dirección correcta de construir una ética colectiva y compartida en la que ganan todos. Y, así, entre todos nos cuidaremos.